Recién entrando al octavo mes del primer año del nuevo gobierno, aparecen numerosos y crecientes síntomas de un tercer o cuarto año de un período gubernamental. Las nuevas autoridades no logran consolidarse y, al parecer, no lograron asentar un liderazgo nacional real que vaya más allá de ocupar legalmente los espacios institucionales formales.

El mayor clamor poblacional – que el gobierno se ponga realmente a trabajar para atender las graves necesidades económicas acentuadas por el encarecimiento del costo de la vida – se enfrenta a diario contra lo que es percibido como una inoperancia del Organismo Ejecutivo, envuelta además en una interminable actividad de confrontación y de atribución de culpas a diestra y siniestra por los problemas nacionales.

Suficientes problemáticas coinciden en el tiempo como para permanecer enredados en la inútil polémica diaria: sequías, incendios forestales, lluvias extraordinarias, deterioro de la infraestructura vial, crisis portuarias, oleadas de violencia, desabastecimiento prolongado de medicinas en los hospitales, encarecimiento de los productos de consumo básico, entre otros. Todos ellos son problemas de la vida real y cotidiana de la población que ofrecerían al gobierno márgenes no politizados ni ideologizados de acción y cuyas respuestas efectivas le abonarían en simpatía y apoyo.

Por el contrario, la desatención o falta de capacidad de atenderlos crea con celeridad las condiciones para el descontento social genuino y creciente, que, tarde o temprano, se manifestará en conflictos sociales.

Ello, de por sí ya complejo, se vuelve más volátil cuando de trasfondo hay una crisis política crónica en la cual el actual gobierno mantiene un enfrentamiento crónico con la mayor parte del Congreso de la República, con el Ministerio Público, con el Organismo Judicial y con importantes actores que influyen en la economía y la gobernabilidad del país.

No es buena noticia para el país que las conversaciones informadas y responsables aborden cada vez más la preocupación y la incertidumbre sobre el futuro de corto y mediano plazo de Guatemala, no necesariamente con ilusión o esperanza. Las expectativas creadas con la llegada del nuevo gobierno aparecen cada vez más como vagos y frustrados recuerdos, en tanto que la molestia de importantes sectores ciudadanos se incrementa por el hecho de que el resultado electoral en otro país influirá de forma significativa en el rumbo nacional en los próximos años.

Es tiempo de actuar con sensatez y madurez. El país no puede esperar más para que la administración pública juegue el papel que le corresponde, para que realmente funcione el sistema republicano y el imperio de las leyes, para que se promueva de forma auténtica la unidad nacional en vez de la confrontación. Es el tiempo de Guatemala.

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